Como se puede intuir, mi ámbito de trabajo no da mucho de sí para la
intriga y el espectáculo, mucho menos para el comentario social. Sin embargo,
el cine, el espectáculo de la luz, propone intrigas tanto dentro como fuera de
la sala oscura. Venga, miremos ahí.
El día 16 de septiembre, Mariona Borrull, miembro del jurado en la
quincuagésimo séptima edición del fantástico festival de Sitges, anunciaba su
renuncia a participar en dicho comité. Alegaba, en una carta abierta a todo
aquel que pasaba por allí, que un festival tan orgulloso de promover la
paridad, había elegido una cantidad de cineastas mujeres que oscilaba entre el
cero y la nada (directora arriba, directora abajo) para participar en el
certamen. Sonaba a ciencia ficción.
¿Acaso solo saben dirigir los hombres? Cuesta demasiado encontrar una respuesta lógica ante la decisión de un festival que abanderaba la causa por la igualdad de género.
En Macondo, nos contaba García Márquez, se pensaba que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ya se tenía bastante con las penas de cada uno para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios, decían. Sin embargo, los entrañables macondinos, todos ellos seres imaginados, ignoraban que quien imagina, también dispone.
¿Imaginan ustedes que solo se permitiera disponer a la mitad de la población? No es necesario el ejercicio de reflexión, claro está, podemos consultar libros de historia. Entonces, ¿ni siquiera se permite imaginar a esa otra mitad?, ¿ni siquiera se nos va a permitir llorar por las desventuras imaginadas por esa mitad? La limitación propuesta, entonces, sería doble. Un festival que defiende ya no solo la paridad, sino la fantasía misma, en su más puro sentido, limita imaginar y fascinarse por lo imaginado. Ahí es nada.
Ni el slasher, ni el folk-horror, ni siquiera el found-footage: disponer lo que debemos ver y lo que no en la vida real, eso es lo verdaderamente terrorífico.